La tierra, esa generosa proveedora de vida, ha sido secuestrada. No por extraterrestres con rayos láser, sino por la fría lógica del mercado. Parcelas fértiles, antaño lugares de intercambio comunitario y sustento colectivo, ahora son mercancía, divididas en lotes que se venden al mejor postor, sometidas a la lógica de la máxima rentabilidad. El tomate orgánico, cultivado con amor y bajo el sol, se transforma en un producto más, sometido a la voracidad de cadenas de supermercados que dictan precios y estándares de calidad absurdos, destruyendo el trabajo artesanal y la soberanía alimentaria. El pequeño agricultor, que conocía el ciclo de la vida, se ve desplazado por monocultivos extensivos que empobrecen la tierra y contaminan el agua.
Es esta violencia, esta apropiación sistemática de los recursos comunes en nombre del “progreso”, lo que nos lleva a cuestionar la narrativa del “crecimiento económico” ilimitado. La tierra no es un recurso a explotar, sino un ente vivo que nos sustenta, con el que debemos coexistir en armonía, respetando su ritmo y su capacidad regenerativa. Proyectos como los jardines comunitarios, gestionados de manera colectiva y horizontal, nos ofrecen un camino alternativo. Un espacio donde la colaboración reemplaza a la competencia, donde el valor se mide en términos de solidaridad y reciprocidad, no en unidades monetarias.
Estos espacios, además, representan un poderoso símbolo de resistencia frente a la mercantilización de la vida. Son espacios libres de las imposiciones del Estado y la presión de las grandes corporaciones, lugares donde las decisiones se toman de manera consensuada, donde la participación es activa y la voz de cada miembro es escuchada. ¿Acaso un sistema que prioriza el beneficio individual sobre el bienestar colectivo puede ser verdaderamente justo?
Nos encontramos en la tesitura de decidir. ¿Seguimos perpetuando este sistema de opresión y explotación, aceptando la lógica del mercado que nos somete a su voracidad? ¿O construimos alternativas, sembramos nuevas semillas de libertad, promoviendo modelos de producción y consumo más justos y equitativos, en armonía con la naturaleza y con las necesidades de todas las personas? La tierra nos ofrece esta oportunidad, y urge que la aprovechemos antes de que sea demasiado tarde. La lucha por la soberanía alimentaria es la lucha por la liberación.
El uso indiscriminado de pesticidas, favorecido por la industria agroquímica, no solo perjudica a la tierra y a los ecosistemas, sino que también afecta directamente a las personas, especialmente a las mujeres, que suelen ser las más expuestas a estos productos tóxicos en los procesos de cultivo y recolección. ¿Se considera el impacto en la salud de las personas trabajadoras dentro del cálculo del “beneficio”? La respuesta es claramente negativa. La salud, el bienestar, la vida misma, son sacrificados en el altar del beneficio económico, de la acumulación de capital.
La recuperación de la tierra y la soberanía alimentaria no se construyen a través de reformas cosméticas dentro del sistema capitalista. Requieren una transformación radical, una desobediencia civil masiva y la creación de redes de apoyo mutuo, autónomas y autogestionadas. Se trata de desmantelar las estructuras de poder que perpetúan la opresión, desde las grandes corporaciones agroindustriales hasta los mecanismos estatales que las protegen.
La anarquía, como principio organizador, propone una sociedad sin jerarquías, donde la toma de decisiones se realiza de forma horizontal y consensuada, respaldando la autonomía de las comunidades y la autogestión de los recursos. Imaginemos comunidades campesinas conectadas en redes federadas, compartiendo semillas, conocimientos y recursos, construyendo una economía solidaria, basada en la reciprocidad y el apoyo mutuo, libre de la explotación capitalista.
El antiespecismo es fundamental en este proceso. La liberación de los seres humanos de las estructuras opresivas del capitalismo va indisolublemente unida a la liberación de todos los seres sintientes. La explotación y el maltrato animal, inseparables de la industria agropecuaria intensiva, deben ser combatidos con la misma energía que la lucha por la liberación humana. Un modelo agrícola que busca el bienestar animal, que apuesta por la biodiversidad y rechaza la violencia, es un paso clave para la transformación integral del sistema alimentario.
El feminismo es clave en esta visión, pues el patriarcado y el capitalismo están intrínsecamente unidos. El trabajo agrario, históricamente invisibilizado y desvalorizado, ha sido desempeñado mayoritariamente por mujeres. La lucha por la soberanía alimentaria, por lo tanto, es una lucha por la liberación de las mujeres, una reivindicación de su conocimiento ancestral y de su papel fundamental en la producción y el cuidado de la vida. Es necesario visibilizar su labor, empoderarlas y crear estructuras que reconozcan su valor y su aportación a la construcción de una sociedad más justa.
Abandonar la lógica del mercado significa replantear nuestra relación con la naturaleza. No se trata de dominar la tierra, sino de integrarnos en ella. Recuperar las prácticas agroecológicas, promover los sistemas de policultivo, la rotación de cultivos y la biodiversidad, nos permitirá regenerar la tierra y construir un modelo alimentario sostenible y respetuoso con el medio ambiente. Cada jardín comunitario, cada huerto urbano, cada iniciativa de agricultura sostenible, representa un paso hacia este objetivo. La lucha es larga, pero la semilla de la revolución ya está plantada. El futuro de la alimentación, y el futuro de la humanidad, depende de nuestra capacidad de construir redes de solidaridad y resistencia, de tejer alianzas entre diferentes luchas y de crear un nuevo paradigma basado en el respeto, la justicia y la armonía con la naturaleza.