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El Jardín Comunitario Cercado; un Asalto a la Propiedad Privada y la Naturaleza

Published on by Colectivo Anomia · 5 min read

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El Jardín Comunitario Cercado Un Asalto a la Propiedad Privada y la Naturaleza
Foto por iSawRed en Unsplash.

La valla de alambre oxidado, coronada con puntas afiladas, se alza como un monumento al fracaso. Un fracaso del sistema, del individualismo rampante que se hace llamar “mercado libre”. Detrás, la tierra fértil, antes un espacio compartido, un lugar de intercambio natural entre humanos y naturaleza, ahora se encuentra parcelada, privatizada, transformada en un campo de batalla entre la propiedad privada y la necesidad. Se supone que aquí, en este jardín comunitario, otrora vibrante y diverso, las familias del barrio cultivaban sus propios alimentos, compartían semillas y conocimientos, creando una red de apoyo mutuo.

Ahora, cada pequeño rectángulo de tierra está cercado, protegido por letreros amenazantes de “Prohibido el paso” y “Propiedad privada”. La tierra, que debería ser un bien común, ha sido dividida, mercantilizada, convertida en un objeto de competencia y acumulación. ¿Dónde está la solidaridad? ¿Dónde la reciprocidad? Se han perdido los bancos de semillas, los intercambios de plántulas, la alegría colectiva del trabajo compartido. La tierra, la madre nutricia, ha sido colonizada, reducida a una mercancía que genera ganancias para unos pocos, dejando a otros sin acceso a la alimentación sana y soberana.

Este cercado, sin embargo, no es solo una barrera física. Es un símbolo de la violencia inherente al capitalismo, una violencia que no se limita a la explotación económica, sino que se extiende a la naturaleza misma. La lógica capitalista, siempre hambrienta de crecimiento, no reconoce límites, ni biológicos, ni sociales. Destruye ecosistemas, envenena la tierra y el agua en su búsqueda incesante de beneficios. Este jardín, ahora dividido, refleja la división social que el sistema fomenta, separando a las personas, generando competencia donde debería haber colaboración.

Este pequeño espacio, antes un lugar de intercambio y resiliencia comunitaria, se ha convertido en una microcosmos de las injusticias sistémicas que nos rodean. Un símbolo de la apropiación de lo común, del dominio del hombre sobre la mujer y la naturaleza. El silencio de las plantas, ahora encerradas, habla más que mil palabras. El grito ahogado de la tierra, la impotencia de los frutos que nunca serán compartidos… La privatización de la tierra es la privatización de la vida misma.

Recuperar el jardín comunitario requiere desmantelar las estructuras de poder que lo han cercado, tanto físicas como ideológicas. No se trata solo de derribar la valla, aunque ese sea un acto simbólico poderoso. Es necesario desmontar la mentalidad de propiedad privada que impregna nuestra sociedad, una mentalidad que nos enseña a competir en lugar de cooperar, a acumular en lugar de compartir.

Necesitamos un cambio radical en nuestra relación con la tierra y con los demás. Un cambio que se basa en principios de apoyo mutuo, en la solidaridad y en el reconocimiento de la interdependencia. La tierra no es una mercancía, es un ser vivo que debemos respetar y cuidar. El feminismo nos recuerda que la opresión de la mujer y la naturaleza están intrínsecamente ligadas, un sistema que ve a ambos como recursos explotables para el beneficio de unos pocos.

Imaginemos un jardín donde la propiedad sea colectiva, donde la toma de decisiones sea horizontal y consensuada. Un espacio donde las mujeres, tradicionalmente excluidas del control de los recursos, tengan un papel central en la gestión y el cuidado del terreno. Un espacio libre de jerarquías, donde el conocimiento se comparte libremente y la experiencia se valora por encima de la acumulación de capital.

La anarquía nos ofrece un marco teórico para la construcción de este nuevo modelo. Una sociedad organizada de forma descentralizada, basada en la autonomía individual y la autogestión colectiva, donde las decisiones se toman en asamblea y la responsabilidad se distribuye entre todos los participantes. Un modelo que rechaza la competencia y promueve la colaboración, la solidaridad y el respeto por la vida en todas sus formas, incluyendo los animales que comparten con nosotros este espacio.

Debemos recuperar las prácticas tradicionales de cultivo, que son más respetuosas con el medio ambiente y la biodiversidad. Aprender de las comunidades indígenas, que durante siglos han mantenido una relación armónica con la naturaleza, respetando los ciclos naturales y promoviendo la biodiversidad. Eliminar el uso de pesticidas y herbicidas tóxicos, optar por semillas criollas y variedades resistentes, creando un ecosistema rico y diverso que beneficia a todas las especies. Un jardín que sea también refugio para los animales, un espacio donde la vida florece en todas sus formas, reconociendo el valor intrínseco de cada ser vivo, independientemente de su especie. No solo humanos, sino también insectos, aves, y demás seres vivos que forman parte del ecosistema, una interdependencia que el capitalismo ha ignorado.

La transformación del jardín comunitario es una pequeña pieza en un rompecabezas mucho más grande, pero representa un paso concreto hacia una sociedad más justa, más equitativa y más respetuosa con la naturaleza y con todos los seres vivos. Es un espacio de experimentación, un espacio donde podemos poner en práctica los principios de una nueva forma de vida, una vida basada en la colaboración, la solidaridad y el respeto mutuo.